Un paseo por el cementerio de San Fernando a oscuras en la víspera del Día de los Difuntos
El camposanto presenta estampas insólitas bajo la oscuridad, pero se ve el Cristo de las Mieles
La soledad y la eternidad son más puras a tientas. La calle central del cementerio de San Fernando es una oscuridad infinita de madrugada. Es el acceso al agujero negro de ultratumba. Ni las farolas respiran. Todo está muerto a esa hora en el campo de los muertos. Hoy, al amanecer, la lluvia limpiará los sepulcros y el otoño tejerá una alfombra de acículas de los cipreses de Sevilla, que llorarán con el aguacero al cambiar las flores de las jarras. Pero anoche la negrura era tan abismal que incluso podía oírse la tiritera de los esqueletos.
No poder leer las lápidas permite inventar nombres, imaginar panteones, proponer epitafios, tocar nichos en braille. Soñar el miedo. El monumento
de Benlliure a Joselito es una sombra amenazante escoltada por pináculos góticos clavados en la luna, que rompe la nada en el centro del horizonte como una mirilla por la que vigilar a los vivos. El túmulo del torero parece la boca de Moby-Dick a punto de engullir el mundo. La percusión tribal de la tromba sobre el mármol coge el soniquete de la soleá de Salvador Rueda: «Daban las gotas del agua, / ¡qué lejos el cementerio / y qué noche tan amarga!». Todos los litros de infinito, como decía César Vallejo, caen sobre la única Sevilla que es eterna. El viento silba años de tumbas, siglos sin preguntas, cuando los gatos barruntan movimientos invisibles y el cronista se ve atrapado por el célebre endecasílabo. «¡Perdóname, Señor: qué poco he muerto!».
Es duro caminar entre los antepasados a ciegas, guiándote por tu propio vaho para confirmar que sigues ahí, que no eres uno más en la marabunta de los que, cuando llegue la aurora, seguirán viendo lo mismo. Pero la cruz lejana del Cristo de las Mieles silueteada en el crepúsculo emerge como un madero en el océano. Agarrarse a Dios es la única manera de salir de ese laberinto. Allí hay una pequeña vela encendida que alguien se dejó junto a su yacente por la tarde. Está recitando Bécquer. Se escucha perfectamente. «La luz que en un vaso / ardía en el suelo, / al muro arrojaba / la sombra del lecho».
En la siguiente calle a la izquierda descansa tu amigo. Lo sabes porque el instinto conoce todos los caminos. Andas sobre rastrojos de difuntos por las semillas de las calaveras. Intuyes que es ahí, justo donde huele a dama de noche y a tierra mojada. Cerca se percibe un panteón de ladrillo que trasmina serenidad. Tiene que ser de alguien tan importante como el del nicho común que huele a lejía fresca en el que rebota la luna. Te paras. Si no es ahí, ahí rezas. Y con las carnes encogidas por la mudez tratas de salvarte con las luces de los bloques, cuyas ventanas encendidas simulan nichos de vida en San Jerónimo y Pino Montano. El cementerio de noche es la nada absoluta. No hay apellidos, ni tumbas abandonadas, ni lápidas de colores, ni cadenas mohosas, ni lanzas verdes, ni siquiera humo en la chimenea por la que ascienden los muertos que se reducen a ceniza. Por eso es tan extraño el despunte del sol por la Huerta del Perejil. Al rayar el día resucita el ruido, los quiosqueros montan sus tinglados de flores, los gorrillas ocupan sus puestos y las ventanas se apagan. Sigue encendida la vela que hay cerca de la cruz del Cristo de Susillo. El monumento de Benlliure renace como obra maestra embadurnada en el sudor de la tormenta. Se disipa el toro y el escalofrío, aunque permanecen la grisura y el frío. Comienzan a llegar los primeros sevillanos para tirar una petalada sobre la sangre perdida de sus ancestros, que descansan sin tiempo en la noche más larga de Sevilla. Ya ha abierto el Goma.
—Un café solo, por favor.
En el sobre del azucarillo viene escrita la frase con la que amanece del todo: «Aquí se está mejor que allí».
Fuente: ABC