Este año comienza la tramitación para integrar definitivamente la fábrica de tabaco en la ciudad. Su construcción propició una de las mudanzas más curiosas de la historia económica de Sevilla
En un anuncio de Tabacalera de los primeros días de 1950 se solicitaban ofertas de terrenos para levantar una nueva fábrica de tabacos. Los plazos eran apremiantes: dos meses antes, el ministro de Hacienda —el sevillano Joaquín Benjumea Burín— había logrado que el Gobierno aprobara el traslado de la Universidad desde su sede en Laraña al imponente edificio de la calle San Fernando, lo que obligaba a la mudanza de la industria que llevaba allí enclavada dos siglos. «Se construirá una nueva factoría sin regateos de ninguna clase; se edificará y se pondrá en marcha con arreglo a la técnica moderna que hoy impera en los países adelantados», aseguró entonces el ministro.
En la posguerra la Real Fábrica aún atesoraba una parte de la vieja tradición cigarrera. En la segunda mitad del siglo XIX había albergado a más de 6.000 mujeres que procedían de barrios populares como San Roque, San Gil, San Bernardo o Triana (que por su gran número y capilaridad en la ciudad tenían un peso social muy relevante). La Compañía Arrendataria de Tabacos —precedente de Tabacalera— había acometido una lenta mecanización de las labores en la fábrica ya entrado el siglo XX, pero al final de la Guerra Civil aún había 1.326 cigarreras, según las cifras del historiador José Manuel Rodríguez Gordillo. Algunas de ellas tendrían una aquilatada memoria histórica de las viejas labores tabaqueras, pues no eran pocas las que se habían criado en las estancias del edificio barroco y perpetuaron el oficio al entrar como aprendizas de la mano de sus madres.
Nueva etapa
Pero aquella estampa de la Sevilla romántica estaba abocada a diluirse lentamente como el humo de un habano. En 1953 ya se estaban realizando las labores de sondeo y preparación del terreno para la nueva planta, que se ubicaría en la otra orilla del Guadalquivir, en el solar que ocupó la industria cerámica Laffite. El Ayuntamiento de Sevilla mostró su disconformidad con la decisión de Tabacalera, pues los casi 30.000 metros cuadrados reservados para esta nueva industria ejercerían —como así fue— de «tapón» entre el río y el naciente barrio de Los Remedios. La obra se realizó en varias fases y se prolongó casi una década: comenzó con los edificios más necesarios, como los almacenes para tabaco en rama, todavía bajo las restricciones de la autarquía, y se prolongó hasta 1964 con unos edificios de talleres y oficinas imbuidos del racionalismo arquitectónico que primaba entonces en la ciudad.
El calado sentimental de esta mudanza quedó patente el Jueves Santo de 1965, cuando la Virgen de la Victoria, al término de su estación penitencial, entraba en su nuevo templo en la calle Juan Sebastián Elcano. La Hermandad de las Cigarreras, «una cofradía de antigua historia, de ilustres títulos, de hondos fervores, va a los Remedios para iniciar una nueva época en este barrio pujante», rezaba la crónica de ABC. Y ya en diciembre de 1966, con las máquinas de la nueva fábrica ya a plena producción, el cardenal Bueno Monreal bendijo las instalaciones. El anuncio que publicó Tabacalera con la descripción de las bondades de la nueva factoría dibujaba ya un negocio plenamente orientado a la sociedad del desarrollismo.
«En los talleres se dispone de dieciocho máquinas liadoras de cigarrillos de alta producción, con dispositivos para la colocación de filtros y diversidad de módulos, con control electrónico de pesos y llenado automático de bateas», entre otros avances tecnológicos. Así se fabricaban en Los Remedios más de 280 millones de cajetillas de ‘Ducados’ al año y 145.000 paquetes de ‘Picado Fino’, además de los cigarrillos mentolados ‘Rocío’.
Entre los 1.000 metros que separan la puerta del actual Rectorado y la nueva industria de los Remedios se vivió quizá uno de los tránsitos más peculiares de la historia económica de Sevilla. El ingeniero que lideró este complejo proceso fue Antonio Ruiz-Tagle. Su hija, la abogada Ana María Ruiz Tagle, parlamentaria socialista en las cortes constituyentes, vivió en las dos fábricas y asistió a las sensaciones que experimentaron las últimas cigarreras. «Me gustaba el flamenco, así que cuando volvía del colegio me iba a los talleres y bailaba con ellas». Recuerda que aquellas mujeres «no habían tenido formación, pero estaban dotadas de una admirable inteligencia natural y les llenaba de orgullo que el lugar en el que habían trabajado durante tanto tiempo se fuera a convertir en la sede del saber». La vida de estas proletarias seguía siendo en parte como la que describió Emilia Pardo Bazán en la novela ‘La Tribuna’. «A la que sabía leer, entre todas le pagaban para que dejara el trabajo y se dedicara a leer en alto libros y novelas».
Un traslado por fases
El traslado fue por fases. Durante un tiempo convivieron en la calle San Fernando las labores del tabaco y la llegada de las primeras dependencias de la Universidad, y se trató que el movimiento paulatino de máquinas y operarias no mermara la productividad. El aterrizaje en la nueva atmósfera industrial obligó a modificar hábitos. «Los espacios cambiaban radicalmente, estaban acostumbradas a lugares de trabajo muy amplios, mi padre incluso les había habilitado una estancia como guardería para los niños y tenían en los talleres sus pequeños armarios con café y comida, era un lugar aseado y grato; de allí pasaron a un fábrica moderna, con espacios acotados, turnos estipulados de ocho horas y una pausa reglada de 30 minutos para ir al comedor».
Aunque el «modernismo» que más les llamó la atención fueron las nuevas exigencias higiénicas. «Había que ducharse cada día en los vestuarios al llegar a la fábrica antes de comenzar el trabajo, algunas venían todavía de sus vidas en patios de vecinos y ataviadas con sus clásicos mantoncillos y debieron adaptarse a esos nuevos usos». Había surgido además la exigencia de que era necesario un examen de estudios primarios y Antonio Ruiz-Tagle logró que todas pasaran la prueba. «Nos implicó en ello a todos sus hijos». A mediados de los sesenta, cuando una de las primeras líneas de producción moderna estaba ya lista, el director de la planta invitó al novio de su hija Ana María a probar los primeros cigarrillos. Ese joven era Rafael Escuredo, que no solo fue el primer presidente de la Junta de Andalucía, sino también el primer sevillano en probar aquellos ‘Ducados’.
En aquellos mismos días, dos jóvenes ingenieros industriales, José María Piñar y Rafael Ramos, lograban su primer contrato en la flamante factoría de Tabacalera. «Habían importado máquinas muy modernas de Alemania e Inglaterra, Ruiz-Tagle estaba buscando especialistas en automatización de procesos, se requerían profesionales muy especializados para hacer la transición industrial, así que nuestra compañía (Elmya) nació prestando esos servicios en la planta». Las instalaciones contaban con más de 600 empleados, de la plantilla antigua se estaba jubilando mucha gente y se incorporaba a su vez mano de obra más joven. Así fue el nacimiento de una nueva actividad industrial a partir de la vieja tradición tabaquera de la ciudad. En 2003, cuando se plantea el cierre definitivo de Altadis (heredera de Tabacalera) había 233 trabajadores y el 65% eran mujeres.
La fábrica que alumbró los primeros ‘Ducados’ de las últimas cigarreras lleva 18 años clausurada, un largo periodo que concluirá en este 2022 con la tramitación del proyecto turístico y social para su plena integración en la ciudad.
Fuente: ABC