Los hosteleros Inés Llanos y José Martínez, fallecidos por la covid-19, fundaron en 1964 este local, que es un referente en la ciudad de Madrid
En Madrid hay una puerta que lleva a La Habana. Se instaló gracias a un encuentro en las imponentes escalinatas de mármol del Centro Asturiano de la capital cubana. Allí, en una noche de finales de 1957, coincidieron Inés María Braña Llanos y José Alberto Martínez Alonso.
Aquel encuentro generó tres historias. Una de amor que duró 63 años. Otra gastronómica a través del restaurante cubano Zara. Y una tercera de excelencia y cercanía en la relación con una clientela variopinta.
Si una cámara hubiera captado aquel instante de 1957, la imagen ofrecería la escena de dos grupos de jóvenes que bajaban al mismo tiempo por cada uno de los laterales. Pepe, que descendía con sus amigos, miró hacia la otra escalera y preguntó “¿quién es esa chica tan guapa?”.
Aquella chica tan guapa era Inés. Había nacido en La Habana en 1935. Única mujer entre cinco hermanos. Sus padres regentaban El León de Oro, una panadería que aún existe. Estudió en el colegio de María Auxiliadora. De adolescente, pasaba las tardes en el Malecón. Quería ser maestra. Los domingos acudía a las sesiones dobles de cine. Después, a merendar al Ten Cent. El cierre de las universidades decretado por Batista la pilló en segundo curso de Pedagogía. Intentó ser monja. Y conoció a Pepe en aquella escalera.
Pepe había nacido en Coruño (Asturias) en 1931. Era el pequeño de dos hermanos. Vivió la Guerra Civil. Vio muertos delante de su casa. Recordaba sacudir la cesta del pan para recoger las migas. Con 16 años, lo mandaron para Cuba. Se fue solo. Un mes de viaje en barco. Gijón, La Coruña, Vigo, Lisboa, Cádiz, Santa Cruz de Tenerife, San Juan de Puerto Rico, La Guaira (Venezuela), Santo Domingo y La Habana. Ese fue el trayecto que hizo a bordo del Marqués de Magallanes. Primero trabajó en la tienda de su tío en Sancti Espíritus. Después descubrió la vida de La Habana. Y conoció a Inés en aquella escalera.
Tras nueve meses de noviazgo, se casaron. Con banda y todo. En el mismo Centro Asturiano que albergó su primer encuentro. La ceremonia oficial corrió a cargo del señor Rojas, notario.
En el 59 llegó la revolución. Vieron, junto a miles de personas, cómo caían las máquinas de escribir desde las ventanas el edificio del Diario de la Marina. Pepe se reunió en dos ocasiones con el Che Guevara, por aquel entonces presidente del Banco Nacional. Embarcaron rumbo a España sin imaginar que sería la última vez que verían La Habana.
Tras una breve estancia en Asturias, se instalaron en Madrid en 1964. Abrieron la cafetería Zara, en el número cinco de la calle de las Infantas. La inclusión de los platos cubanos se fue produciendo poco a poco: los cocinaban para ellos, los clientes preguntaban y los probaban. Así se configuraron los primeros menús. Los lunes, lentejas y picadillo con arroz blanco y plátano frito; los martes, fabada y albóndigas con congrí; los miércoles, cocido madrileño y ropa vieja con arroz; los jueves, menestra de ternera con verduras y arroz amarillo con pollo; los viernes, pote gallego y merluza en salsa verde. “Vamos al cubanito”, decía la gente. Llegaban a ofrecer 160 servicios al día. Los fines de semana, descansaban para estar con la familia.
El Zara se fue convirtiendo, también, en punto de reunión de la comunidad cubana. Cada vez que había alguna noticia sobre la isla, se juntaban allí. Fueron años de gran intensidad informativa. Los medios recogían todos los pasos que daba Fidel.
En 1978 la cafetería se transformó en restaurante. Pepe e Inés vivieron y fueron parte de la transformación de Chueca. El Zara se convirtió en punto de encuentro de una generación deseosa de libertad, de tertulias apasionadas y de noches que se alargaban entre cánticos. Con sus característicos manteles de cuadros rojos y blancos como testigos.
La fama del restaurante se fue extendiendo y conseguir una mesa en el día era prácticamente imposible. La comida cubana de calidad y los excelentes daiquiris (daiquirí, pronunciaban ellos) se sumaban a su profesionalidad, su buen trato al cliente y su amabilidad. Tenían un don para saber el tiempo exacto que debían hablar con cada mesa. Protagonizaban una suerte de coreografía no ensayada que convertía el restaurante en un espacio acogedor. Pepe servía los cócteles con gesto de orgullo e ilusión. Inés comprobaba que todo estuviera en orden y preguntaba a los comensales por algo que hubieran hablado en alguna visita anterior. Porque, además de atender bien, sabían escuchar. Y siempre estaban sonriendo.
En 2014, el restaurante cambió su sede al número 8 de la calle de Barbieri. Aunque Inés y Pepe seguían yendo por allí, delegaron el negocio en su hija Inés, quien hoy continúa al frente. Si un cliente habitual los avisaba de que iba a pasar por el restaurante, ellos se acercaban.
Una vez retirados, Inés madre se apuntó a pilates y también iba al cine. Él, pintaba y salía a dar paseos por El Retiro. Eran inmensamente felices. Se partían de risa con las ocurrencias del otro. Preguntados por el secreto, Pepe explicaba: “Es que los dos tenemos muy buen carácter. Y eso que cuando trabajábamos estábamos casi 24 horas al día juntos. A veces discutíamos y podíamos mandarnos mentalmente a la mierda, pero luego Inés me preguntaba ¿Quieres cenar, mi vida? Y ya estaba todo olvidado”. Y luego Inés añadía: “Pepe es la leche. La clave es la tolerancia y no dar importancia a las cosas. Y respetar los gustos del otro. Si él quiere pintar, yo me voy al cine. Y tan a gusto. Y ojo, que casi nunca estamos de acuerdo. Debatimos mucho. Pero somos felices. ¿Y qué cosa es la felicidad? Tener paz y tener suerte con la familia. Somos muy felices. Con que una persona sea normal, basta. Y nosotros tenemos una familia repleta de familias normales. Por eso somos felices”.
El 14 de enero, Pepe e Inés ingresaron con covid en el hospital Beata María Ana de Madrid. Compartían habitación. El 19 de enero, Pepe fallecía por una neumonía. Tenía 89 años. El pasado miércoles, ya en casa y tras unas semanas con cuidados paliativos, falleció Inés. Tenía 85 años. Unos días antes, les había preguntado a sus tres hijas: “Papá falleció, ¿no?”. Las cuatro lloraron.
Después, lo llamaba desde la cama: “Pepe, ¿por qué no vienes a buscarme? Pepe, ven ya, ¿a qué esperas?”, decía. Y la historia que los había unido en aquella escalera de La Habana volvió a reunirlos tras 22 días. Nunca habían estado tanto tiempo separados en los 63 años de felicidad que compartieron.
Fuente: El País