Muere Michael Robinson, futbolista y revolucionario de la comunicación

El exdeportista y comentarista deportivo, que tenía 61 años, anunció a finales de 2018 que padecía cáncer.

El exfutbolista y comunicador Michael Robinson, que revolucionó en los años noventa la manera de analizar el fútbol en España con El día después y las retransmisiones en directo, ha muerto este martes en su casa de Marbella a los 61 años.

Desde que en otoño de 2018 le diagnosticaron un mieloma, Michael Robinsonquiso aplicarse una terapia propia cara al combate: sentido del humor a saco. Sistemático y en generosas dosis. Así espantó sin tregua durante año y medio, los malos augurios. Por eso, cuando en pleno confinamiento hablamos por última vez y su guasa había desaparecido, temí lo peor: “Siento ser portador de malas noticias, No me han dado esperanzas”, dijo pocos días antes de morir.

Hasta para prepararnos para lo peor, quiso ser elegante. En eso no dejó de sentirse genuinamente inglés sin renunciar a fardar de español. Hacía décadas que había sustituido los huevos con beicon en casa por café con churros en el bar. Tenía empezados los trámites del pasaporte en su país de residencia desde hace más de 30 años tras el Brexit. Pero su último partido fue en Anfield. Y perdió…

Cuando el Atlético de Madrid venció en casa al Liverpool el pasado 12 de marzo y lo eliminó de esta Champions que veremos si acaba, Michael sufrió una alarmante señal de metástasis en el cerebro al día siguiente. Pero ni ahí dejó de chotearse: “¡Joder! El Cholo Simeone quiere acabar conmigo. Yo me lo temía. Nos había tocado el equipo más masoquista de Europa, el que mejor sabe disfrutar sufriendo”, decía al otro lado del teléfono.

Luego él cogió su baja y llegó para todos el encierro. Se decretó como si el propio tinglado del fútbol hubiera decidido respetar su retiro de los micrófonos. Porque en gran medida representaba su voz, y a partir de ahora, sin Robinson, el deporte queda si no mudo, al menos bastante afónico. Con razón, porque no ha existido nadie que lo cuente como él al lado del gran Carlos Martínez, y difícilmente existirá.

Tampoco prendió su talento para la comunicación porque lo hubiera vivido dentro del campo. Hay millones de futbolistas que comentan como pueden, sin alcanzar ese nivel, incluso en quienes más se le acercan. Para empezar, fue el comentarista deportivo que paradójicamente mejor hablaba español. Sabía racionar sus juicios y evitaba la verborrea inútil. A más de uno le dio un sabio consejo en este sentido: “No nos dan el micrófono para que hablemos, sino para que podamos hablar”. En un mundo donde impera como ley el lugar común, su acento Robinson precisamente residía en huir de esa norma a base de brillantes juegos de palabras y un vocabulario tan rico y certero que le elevaba, al tiempo y casi sin querer, a la magnitud de lo desternillante y lo poético.

Por naturaleza y por sabiduría. Una de las claves, quizás, estuviera en que Michael Robinson, tanto como al campo y las porterías, miraba a la grada. Ahí supo que se encontraba un espectáculo incluso mayor que en el terreno de juego, sobre todo cuando lo que abundan son pobres pestiños.

Su historia puede resumirse en dos nombres. Dos capítulos, un par de identidades: Robbo y Robin… El primero fue el mote con el que le conocieron en el fútbol inglés, donde militó en el Liverpool y hasta llegó a ganar una Copa de Europa en 1986. Aún le paraban así por los alrededores de Anfield, recuerda Carlos Martínez… “Hey, Robbo…!”. El segundo llegó en España. Más allá de cuando colgó las botas después de jugar con Osasuna entre 1987 y 1989: dos temporadas que le llevaron a una despedida amarga y le dejaron como herencia una rodilla hecha trizas.

Tuvo una carrera feliz como delantero centro antes de que un día se presentara como un perrillo sin amo junto a Chris, su esposa, en el restaurante cerrado de su amigo Martinchu, tocara la puerta y le dijera: “Acabo de dejar el fútbol, Martinchu. ¿Podemos cenar en tu casa?”. Se fajó principalmente en Inglaterra, donde militó entre otros en el Manchester City, el Liverpool —su equipo del alma— o el Queens Park Rangers. También en la selección irlandesa, donde accedió gracias a su ascendencia materna para jugar 24 partidos con la camiseta. De su infancia recordaba las canciones gaélicas que le enseñó su madre, los mimos de la abuela. También las batallas de la Segunda Guerra Mundial de su padre y las de la Primera de su abuelo, animando los días en el Bed & Breakfast que regentaban en Blackpool, localidad costera al noroeste de Inglaterra.

En 1987 aterrizó en España para jugar en Osasuna con la ligera sospecha de que allí comenzaría una etapa feliz. Esa luminosa intuición le duró el resto de su vida. Pero llegó de milagro… Cuando le comunicaron que le habían fichado por 25 millones de pesetas (150.000 euros), para desplazarse a Navarra, en vez de buscar la ciudad donde residiría dos años se empeñó en mirar en el mapa dónde quedaba la tal Osasuna. Le recogieron en Bilbao. No se olvidaba de aquello: tardó un par de días en darse cuenta de que viviría en Pamplona y unos meses en aprender español a cargo de sus compañeros de vestuario. Lección número uno: “Michael, vete a la barra y pídenos cinco hijos de puta con leche”.

Así es como empieza la vida con otro nombre: Robin. También el guiri, o el inglés, como lo llamaba Alfredo Relaño. Fue el periodista deportivo quien le cambia en cierto modo el rumbo. Robinson ya empezaba a meterse en el negocio de televisión. Primero en Eurosport y después en TVE, donde fue contratado para comentar el Mundial de Italia de 1990. Quería seguir jugando a otro nivel. No obstante es lo que hizo toda su vida, compaginándolo con el nivel obsesivo de perfeccionismo que le inculcó su profesora Miss Baker mediante un dicho: “Good, better, best: never let it rest, until your good is better and your better is the best”. No lo traducía pero podría ser algo así: Bueno, mejor, lo mejor. No descanses hasta que lo bueno sea mejor y tu mejor, lo mejor. Para contrarrestar esa tortura en su conciencia, acostumbraba a llevar un Peter Pan en el bolsillo. Tal cual.

Cuando comentó el Mundial de Italia, Relaño se quedó con aquel tipo que hablaba de manera trastabillada pero clara. Llamaba la atención en él un eco distintivo, una gracia irónica, elegante y, cuando tocaba, algo irreverente. Cuenta don Alfredo que se quedó con él porque ya le observó un estilo propio. Así que cuando a Relaño lo nombraron jefe de deportes de Canal +, lo fichó.

¿Su cometido? Comentar partidos con Martínez —algo que no dejó de hacer desde 1992 hasta el final— y de paso inventar una nueva manera de contar el fútbol con el beneplácito de Juan Cueto, director de la cadena. Esto último debía tomarse como un buen postre. La guinda del lunes tras el fin de semana de la mano de un programa completamente revolucionario en el deporte: El día después. En él, ese trío creativo que formaron Relaño con Robinson y el realizador como Víctor Santamaría, “su mago”, decía, iniciaron un camino que aún continúa. Pero calcado y seguido por batallones durante tres décadas sin que nadie lograra la frescura, el descaro y el desafío de la primera etapa. El original siempre será el original. Y Robinson trató de llegar a eso siempre.

Después se sucedieron más piruetas dentro del medio en complicidad con otro de sus jefes creativos, Álex Martínez Roig. Por ejemplo, Informe Robinson: un auténtico lujo para telespectadores gourmets donde se combina la épica con la dimensión humana del deporte a todos los niveles. Algo que también ha explorado en la radio con programas como Acento Robinson, de la cadena SERContenidos que ha ido preparando también con su hijo Liam —tuvo dos junto a Chris, Liam y Aimee, además de una nieta— y a su inseparable compañero, Diego Zarzosa, con quien compartió además otra pasión: el rugby.

Será difícil volver a subir el volumen de la televisión cuando veamos un partido de ahora en adelante. A menos que la inteligencia artificial logre un clon que se le asemeje y nos consolemos con esa ilusión de vez en cuando, resultará triste y frustrante. Lejos de las copias, lo que Robinson se lleva con él es la virtud a la que tantos aspiran pero queda solo para unos cuantos elegidos: el don del verdadero carisma y la más poderosa autenticidad.

Vía: El País

Redacción

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